Las redes de glaciares, arroyos, ríos, cascadas, lagunas, fiordos, canales y el océano han configurado -junto a procesos geológicos y biológicos- el planeta que habitamos. El proceso de transformación debido a los niveles de población y a las capacidades técnicas a que hemos llegado, nos advierten que podemos estar en el punto de arruinar nuestro entorno y de paso a nosotros mismos. El 70% de nuestro cuerpo, al igual que el planeta, está formado por agua.
Los usos del agua como bebidas, riego, recreación y energía, requieren ser armonizados y garantizar en cuanto a cantidad y calidad. Esto requiere de ordenamiento, es decir lograr ponerse de acuerdo entre los distintos tipos de uso y grados de preservación. La conciencia de que nuestros destinos están ligados a la condición del planeta, ha aumentado a pasos agigantados.
El que ahora personeros de la iglesia como el obispo de Copiapó Gaspar Quintana J. en su homilía y el de Aysén Luis Infanti de la Mora, en carta pastoral, nos alertan acerca del valor ético de los elementos que permiten la vida en el planeta, resulta más que oportuno. Estas acciones se enraízan en los compromisos y acuerdos de las Cumbres de la Tierra, que se vienen efectuando cada 10 años desde 1972, como lo son la Agenda 21 del año 2002 y la Carta de la Tierra, entre otros.
La relación con la naturaleza y el planeta debe tener un carácter de respeto, al igual que el respeto por la vida, es decir una relación sagrada.
El rol histórico de las iglesias para asumir el desarrollo social de los más desposeídos, mejorar las relaciones laborales y en la defensa de los derechos humanos, es valorado y conocido. Se suman a esto ahora a los derechos ambientales, que no son temas exclusivos de algunos determinados ecologistas, en algunos casos fundamentalistas, y menos de determinados partidos políticos.
Ser capaces de armonizar las distintas opciones de uso y definir los niveles de conservación, constituye el verdadero subdesafío que debemos asumir en esta causa.
Publicada el jueves, 28 de agosto de 2008
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